lunes, 11 de octubre de 2010

Desarchivando: Sueños de teleoperador



¿Con qué sueña un teleoperador? Quiero creer que jamás nadie se ha formulado tan estúpida pregunta. Para los que no lo hayan hecho diré: Somos personas. El hecho de estar detrás de un teléfono repitiendo frases prefabricadas de manera cíclica y cadencia robótica, no nos resta toda la humanidad. Cuando dormimos supongo que estamos en la capacidad de hacerlo como cualquier otra persona.

Yo personalmente no he percibido ningún cambio drástico en mis fases de sueño ni en el contenido de aquellas que están impregnas de sueños, al menos a nivel general, aunque recuerdo una noche con un sueño peculiar en el que el inconsciente, o el subconsciente (o lo que sea) mezcló la realidad con la ficción y todo fue un tanto extraño…

Era teleoperador en la Estrella de la Muerte. ¡Qué guay dirán los Waris! Pues no. Aquello fue una pesadilla mayúscula. Allí estaba yo, con el incómodo uniforme de teleoperador imperial, que era más o menos como el del resto de oficiales de la Estrella de la Muerte, pero sin galones y sin botas por encima del pantalón (para una cosa que podía molar). Aquello era importante, pues atendíamos llamadas de toda la galaxia, de modo que nada de un solo país. Era una especie de centralita galáctica, La Centralita Imperial. Dábamos servicios varios según la demanda que básicamente consistían en transmitir llamadas a otros departamentos: los que querían alistarse en la Armada Imperial a recursos humanos; los que querían denunciar la ubicación de una base rebelde al servicio de inteligencia…; hasta aquí bien, vivía en la ficción de La Guerra de las Galaxias, mi sueño dorado; pero no era tan bonito como parece. Los conocedores de estas pelis saben lo que le pasa a la peña que trabaja para el imperio y que no hacen bien su faena... En cualquier momento al otro lado del teléfono podía aparecer aquel ser de casco oscuro y respiración asistida con la intención de hacerte papilla por haber cometido un error. Vivir con la amenaza de la muerte detrás de las orejas en las que se apoyaban aquellos cascos no era agradable, y menos tras ver como uno de los compañeros caía súbitamente tras un: Me ha fallado usted por última vez.

Originalmente publicada el viernes 25 de mayo de 2007

martes, 5 de octubre de 2010

Herida Permanente



El tiempo hierve deprisa. Dentro de no mucho hará un año que te fuiste, y me duele el pecho ahora con la misma intensidad que me dañó en el instante en el que hube de comprender la realidad de tu marcha. Ni un jodido gramo menos de dolor.

He trabajado mucho por tí en denodados intentos de hacerte crecer, de llevarte a la vida y convertirte en el delirio y pasión de los demás, incluso cuando sólo eras una idea, un concepto. Creía que lo había conseguido, pero me equivocaba. Fracasé. Tantos años, esfuerzo y sueños ..., amargos ellos y amargo yo; hasta el momento de un hipotético regreso, de una salvación, de un retorno de la putrefacción...

Durante la época en la que creí que aquello era posible, que el sueño podía devenir en realidad, no conseguí más que cimentar la Quimérica idea de que aquello saldría adelante, olvidándome de todo lo demás y perdiendo el contacto con la desgraciada realidad de que probablemente fuera imposible. No quise ver. Las sintonías que creía sentir eran meras reverberaciones de mi propia pasión proyectada sobre los demás. No escuché la voz del sentido común, por lo que la caida fue muy dura, la más dura.

Me diste un gozo incalculable, eras uno de los mayores impulsos en esta vida que me ha tocado vivir. Sin tí estoy perdido, impedido, como el que no consigue erguirse del todo porque tiene la mandíbula atada a con una cuerda a los pies.

Ahora ya nada importa. El tiempo vuelve a detenerse bajo cuerpo y el batir desganado de mi pecho. Siento el ácido correr raudo por mis venas, atrancar mi gaznate y hacerse pasto de mi boca una y otra vez en un tedio inesperado y vil.

Sin embargo sufro en soledad. Soy el único que llora por las noches como un niño hasta secarme. ¿De qué me sirve si nada puedo cambiar? ¿Para qué? Es en estos momentos en los que pienso que me gustaría hacer sonar en mi cabeza las campanas de la indiferencia para regocijarme en su tañir de la insensibilidad, y ser uno más. Otra cáscara vacía de esas cuantas me cruzo por la calle cada día; sin propósitos ni deseos; sin anhelos ni sueños; sin vida.

Nadie lo entiende. Nadie puede; y aunque lo entendieran, de nada me serviría.