jueves, 1 de julio de 2010

Soldado de Ánsalon (parte I)

Parece ayer cuando la sangre circulaba rauda por la comisura de mis labios. Había perdido las fuerzas y con ellas la consciencia. Un par de robustos cuerpos cubríanme parcialmente y hube de hacer un gran esfuerzo para zafarme de onerosa presa.

Nada más en pie pude contemplar aquel panorama desolador. Multitud de cuerpos sin vida, quietos, rotos; la sangre indolente, cansada, no queriendo ya salir de ellos. ¿Cuánto tiempo yací en ominosa tesitura? 

Toda mi unidad estaba destrozada, esparcida por el suelo como los pétalos de una flor pisada; como si de una baraja arrojada por un niño al suelo se tratase. Mezclábase la sangre de distintos cuerpos sin conocer su procedencia; mezclábase la carne de distintos cuerpos sin saber su pertenencia. Eran mis compañeros y ahora ya no quedaba alguno con vida. Crecí con ellos, aprendí con ellos, sangré con ellos ¿Por qué motivo no me desequé como ellos? Quizá hubiera sido mejor, pues al menos no habría de soportar el castigo de contemplar aquel horror y recordarlo en un tedio mortificante.

Todavía no puedo comprender cómo exactamente sucedió. Nos vimos rodeados en aquel paso esperando la llegada de los caballeros. Pude verlos venir, pude verlos testigos de nuestra enconada lucha. Por un instante pude sentirlos quietos, inmóviles, observando tras su yelmo desde aquella raja en el metal. Incluso sentí el miedo de sus monturas y me encontré con la duda de sus pensamientos. Pero se fueron. Dieron la vuelta en redondo sin más y un dolor vil y amargo como la sangre ya corrupta empachó el paladar de mi ser.

Desde ese preciso momento, a mi parecer, la matanza cobró sentido en su extrema lentitud. Casi pude ver morir a cada uno de mis compañeros hasta ser yo mismo quien caía entorpecido por el tapiz de cuerpos, a reunirme con ellos sobre la hierba de Ánsalon. Es de un inenarrable y doloroso terror ver atravesado sin remedio ni remiendo posible a tu amigo en la batalla, o ver a otro arrastrarse dejando un brazo atrás, con la mirada ya vencida a la espera del golpe fatal.

Con la vida perdida, manirrota, desatada, pocas cosas podía ya intentar pues sin conocer de facto el uso de la voluntad que la interfiriese, la voz del fondo del precipicio reclamaba mi presencia día tras día. Y fue difícil resistirse, ya lo creo que lo fue.

….

Recuerdo que mi padre me inculcó la importancia de la obediencia y el respeto de las leyes. La manera en la que la defensa de la vida y el orden se organizaban en aquel complejo entretejido de normas, costumbres, bien hacer, y sentido común.

Era su vida, capitán de la guardia; un camino que me vi obligado a seguir sin opción ni duda, trazado desde antes de la propia concepción de la idea que engendraría la persona más tarde conocida con mi nombre, Dorian

Así crecí y conocí a los que serían compañeros, amigos, y hermanos; luego muertos, con toda una vida apuntando sin saberlo hacia un único momento que nos esperaba desde el futuro con abyectas intenciones.

Todo para aquello, todo para nada. Educados y entrenados para morir ese día. Ya daba igual lo que hubiera acontecido en sus vidas pues no eran más que retazos de polvo en el pasado, huellas invisibles que no tardarían en desaparecer sin trascendencia ni pena, salvo para unos pocos.


Deber, leyes, reglas, obediencia. Ya nada de eso tiene sentido. Todo es un fatuo invento al servicio de unos pocos que mueven ficha cuando es de su apetencia con algún egoísta y en ocasiones soterrado fin. 

Las normas sólo buscan opresión, castigo, docilidad… Impiden el suceder natural de las cosas,  el transcurrir en sí mismo. Fruto de la costumbre y el artificio nos movemos con pasos impropios hacia lugares no escogidos. ¿Qué sentido tiene esta vida a medias en la que no puedo decidir como errar, o hacia donde inclinarme? ¿Ese es el sentido de todo pues? ¿Obedecer hasta morir sin comprender el por qué?

Me resulta en extremo ajena toda aquella parafernalia prefabricada e impuesta. De pronto siento que di un paso en el entendimiento, en el verdadero sentido de las cosas. Una vez me he desprendido de la venda puedo ver con claridad que el horizonte no es si no neblinoso y que por eso mismo se afanan tanto unos y otros en reglar el camino, para que nadie se pierda entre la bruma, pues vagar sin rumbo no es del beneficio de nadie salvo del propio, y servirte a ti mismo no es de interés ni satisfacción para los que buscan provecho mediante otros.


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